sábado, 23 de abril de 2016

Mi abuelo no se ha ido

¡Un Abuelo que, ante todo, nunca dejó de sonreír! Gran lección nos deja querido abuelo, gracias por su alegría, entusiasmo, lucha, perseverancia, caballerosidad, y tantas cosas más... Que su buen ejemplo sea vida en la mía, ¡gracias por todo! ¡Nos vemos en el Cielo!

María Verónica López Rosales



Mi abuelo no se ha ido. 

Como lo indica mi prima María Verónica, mi abuelo nunca dejó de sonreír. Yo me acuerdo, cuando era niño, siempre buscaba establecer una conversación conmigo, desde el saludo. Y yo soy complicadísimo para conversar con alguien, porque no escucho bien, porque amo los libros y porque en un mundo lleno de ruido y de gente acostumbrada al mismo ni con esfuerzo entiendo lo que me dicen. Y no me quejo, más bien le agradezco a Dios por el don que me dio. El ruido es una pérdida de tiempo de la que no tengo deseo de ser parte.

De muy pequeño, siendo el nieto número 4, no sé si yo fui el primero, quizás el único, no sé, que le dijo que no le gustaba que le saluden con beso. Él no se molestó, se rió, en los siguientes saludos se acordó, sin dejar de sonreírme, ni dejar de conversarme ni tomarlo como un rechazo, que nunca fue tal, yo estaba feliz de visitar a los abuelos. Más bien intuyo que algunas señoras que me empaparon la mejilla debieron provocarme el rechazo a ese saludo. 

Lo que sí recuerdo es que le dije eso en la sala del segundo piso, donde tenía la televisión, cuando fui con mi familia a visitarle a su casa, por el Condado, donde hacía bastante frío. Una casa gigante, cuyo segundo piso se ubicaría a más de tres metros del primer piso. Y en esa sala, yo veía altísimo el techo, con lámparas colgantes antiguas. 

Mi abuelo usaba lentes grandes, vestía saco de terno, pantalón y tenía aprecio por las cosas antiguas, de clase. El diseño y la tela de los sillones de la casa. Los juegos del comedor y de la vajilla. Los múltiples adornos. Las pequeñas estatuas de porcelana o de bronce, de un campesino o de un dios griego. El estudio, con un escritorio precioso, un librero lleno de libros sin igual y otros adornos de colección. Y por carros, siempre tuvo un Mercedes o una gran camioneta. 

Recuerdo con mucha alegría las mañanas de Navidad con toda la familia, de ese momento, porque la familia seguiría multiplicándose. El reencuentro con los primos, los regalos, la comida. Una vez yo me quejaba con mi mamá de que me regalaran ropa cuando a mi primo le dieron una metralleta. 

Aún más grandes, sin embargo, son mis recuerdos de la hacienda del abuelo en Santo Domingo, donde en una casa, que antes fue empacadora de plátanos, se acomodaron cuartos para que en cada uno entre una familia entera de sus hijos. Y nos íbamos prácticamente todos los feriados. Recuerdo los paseos a caballo para arrear vacas, en la selva cálida, húmeda y nublada, de palma africana. Las fiestas de la piscina. Las quemas del año viejo. Los carnavales más brutales. La semana santa y la imagen de la Virgen María con el pie sobre el dragón, frente al enorme comedor, donde se comía delicioso. Recuerdo a mi abuelo vestido con pantalón, camisa y sombrero, a lado de su camioneta, delante de la piscina,  con el color verde de las palmeras al otro lado de la quebrada, del cielo blanco siempre constante.

Como dije al principio, yo tengo mucho amor por los libros. Por las historias, por la poesía, por llamar a nuestro mundo interior a mostrarnos un invisible camino hacia la belleza de todas las cosas. Bien puede un niño que nunca ha pisado un castillo, montar sobre una yegua a galope en las selvas de la hacienda del abuelo y con el aire contra el rostro, soñar que cuando crezca derrotará dragones y perder todo miedo, pues, porque su alma se ha vestido con cota de malla. 

Fue hace poco que entendí el culto a los ancestros, a los antepasados. De rendir respeto a los mayores, a los que se fueron, a los que se fueron antes y así no hayamos conocido materialmente, los conocimos por memorias de nuestros propios padres o abuelos. En recordarlos, en narrar sus aventuras y hazañas, aprendemos de sus decisiones y errores y nos conocemos más a nosotros mismos, pues de ellos venimos y como ellos serán nuestros hijos. 

No tenemos demasiado mundo por recorrer más allá de nosotros mismos y los nuestros. Más bien, yo tengo la necesidad de recoger memorias del abuelo que van más allá de mí, pues es en su imagen de mis memorias que lo pienso divino, que lo pienso en el Cielo, tal como así imagino a mi abuela Nellita, cada vez que ríe en mi memoria y me contagia su felicidad. Claro que mi imagen favorita del abuelo, con la que le imagino en su hacienda en el Cielo, es de cuando agarró su escopeta cortada y por puro gusto dio un disparo al aire que hizo temblar toda la casa.

Una vida sencilla, dice Tolkien, no tiene nada de malo. Quizás, en una conversación imaginaria, Nicolás Gómez Dávila añade que la brevedad de la vida no angustia cuando en lugar de fijarnos metas, nos fijamos rumbos. Entonces Chestertón dice que la cosa más extraordinaria del mundo es un hombre ordinario, con su esposa ordinaria y sus niños ordinarios, porque a este hombre ordinario siempre le ha importado más la verdad que la consistencia, y que este hombre ordinario con su mujer ordinaria y sus hijos ordinarios literalmente alteran el destino de las naciones. Que este hombre ordinario ha sido un místico y ha permitido el crepúsculo. En este punto de la conversación, Tolkien deja su pipa de tabaco, echa una voluta de humo y añade que sobre todas las sombras cabalga el Sol.


Mi abuelo no se ha ido. Mi abuelo vive en el Cielo. Mi abuelo vive en mí.


Leído al final de la misa por mi abuelo José Rosales Burbano, en la mañana del 9 de abril de 2016