Hoy salí a ver un cable que me faltaba.
No lo encontré enseguida y comí una hamburguesa en los balcones del 3er piso del mall San Luis.
Me senté bajo el solazo en una mesa redonda y pequeña, casi de bar.
Por ahí estaba otro señor.
Entonces un pajarito se paró en mi mesa.
Se fue enseguida e intuí que yo no le molestaba.
Luego volvió a pararse sobre la silla frente a mí, saltó a la mesa, dio unos pasos hacia mí y me miró a los ojos.
Se fue.
En mi vida uno de estos pajaritos se había parado a verme a los ojos, a una mano de distancia.
De niño yo veía mucho más estos pájaros en mi casa de Tumbaco.
Acá los estoy viendo con frecuencia hasta en el jardín de esta casa donde estoy ahora (en los Chillos).
Regresé a la casa, pensé que la semana voló, me mudé el lunes y todavía no he desempacado la mitad de las cosas.
No había sacado a pasear a mi perro grande.
Sí tiene espacio en este jardín, pero como yo, necesita de una montaña.
Vi que era viernes, el fin de semana sería encierro y pensé en sacarle luego de que pase un poco del sol intenso.
Recordé un bonito parque, decidí llevarle allá.
Entonces vinieron las nubes negras desde donde está el parque y taparon el sol.
"Qué hacemos" le pregunté a mi perra.
Lo que hacemos siempre, claro: correr contra el tiempo.
Salimos del conjunto, dimos una vuelta hacia el otro lado.
Todavía parecía haber tiempo.
Fuimos al parque, le solté más allá de la mitad del parque, nos paseamos hacia su borde y vino la llovizna de la gran nube.
Como la advertencia del fin del mundo.
Le puse el arnés otra vez y corrimos cuesta arriba.
La llovizna nos persiguió. Pareció ceder. No. Pica otra vez.
Entramos justo a la casa.
Pasó la llovizna y golpeó la tempestad.
El perro feliz, por supuesto.
Yo también.