No he dado mención a mi abuelo José Vicente Ortuño. No lo tuve cerca mucho tiempo, de niño. Recuerdo visitarlo con mi padre una vez, en un pequeño departamento, nos recibió en una sala, al lado de la entrada y tenía un pequeño piano electrónico de color blanco. Mi padre entonces me tomó una foto tocándolo y cantando.
Recuerdo su barba y bigote abundantes, su pelo negro, peinado con raya a la izquierda, y lo contrastaba con mi otro abuelo, José también, a quien nunca vi con bigote, apenas a veces con algunas raíces de barba blanca sin afeitar, pelo blanco sobre la cabeza, peinado hacia atrás y con la frente completamente despejada. A ambos les llamaba como abuelo Pepe. De ambos recuerdo cómo reían mucho conmigo.
A mi abuelo Pepe Rosales lo tuve cerca bastante tiempo. Gran parte de mi infancia, casi todas las vacaciones de colegio, pasé en su hacienda de clima húmedo y cálido, en contraste con la sierra un poco seca donde crecí. De él guardo muchas memorias de un hombre enorme. Sobre él ya he escrito y volveré a escribir, mas no en este momento.
Jorge Luis Borges decía, entre sus textos ciegos, sólo una cosa no hay, es el olvido. Hace algunos años, tal vez mis años más torpes, dejé de practicar el piano. Antes, en cambio, lo practicaba todos los días, con cierta obsesión. Hace poco me senté ante un piano, luego de renunciar a mis peores torpezas y recordé una melodía, su ritmo, los repasé mentalmente y toqué como si mis dedos no conocieran nunca el abandono a las teclas. Tengo pendiente escribir sobre mi abuelo Pepe Rosales, también quedo en adquirir un piano y volver a la música.
Hoy, día del padre, recordaba a mi abuelo Pepe Ortuño y pensaba: a mí me han hablado varias veces de mi abuelo, quienes lo conocieron, quienes lo leyeron, quienes han encontrado un punto de relación con él y consigo mismos, porque si no fuera así, no lo recordarían, y cuando me han conocido, lo han recordado a él. Aun así, han hecho una relación entre él y yo sólo por la sangre, no porque me hayan conocido, aunque el lugar o razones del encuentro sí han sido interesantes. He recogido yo más de sus memorias sobre mi abuelo compartidas a mí y muy poco han recogido de mí, o eso creo.
Quien sí nos conoció a los dos y como nadie en este mundo después de Dios, fue mi padre. Y de niño me dijo cómo fue mi abuelo, cómo soy yo igual a mi abuelo y cómo mi padre mismo es diferente a nosotros dos y me dio una advertencia. Hoy veo esa advertencia como una de cuentos de hadas, donde si se rompe una solitaria regla, como devorar un fruto prohibido o salir de una fiesta luego de las 12, el mundo entero puede caerse en pedazos.
Mi padre me dio una regla mágica sobre mi propia vida. Me dio también a conocer a mi abuelo como nunca sabría hacerlo ningún biógrafo, lector o amigo suyo, pues, al conocerle a él, me estaba conociendo a mí mismo. Señor, conózcate a ti, y conózcame a mí, decía San Agustín.
He recabado también cómo hoy he conocido de nuevo a mi padre, en esta memoria, el día de hoy. Él observó a su padre, mi abuelo, guardó varias cosas en su corazón y luego me las pasó a mí. También yo de niño lo observé a él con atención y hoy digo de él: después de Cristo, es el mejor hombre que conozco.
El que me ve a mí ve al Padre (Juan 14, 9), dijo Jesús y lo recuerdo ahora. Creí no conocer al hombre de mi abuelo Pepe Ortuño y estuve equivocado. Mi abuelo crio a mi padre, le dio el ejemplo, le permitió observarlo e imitarlo en sus actos e ideas y en el hombre de mi padre veo al hombre de mi abuelo. Lo he conocido toda mi vida.
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