Hoy quiero recordar parte de la leyenda de Guillermo Tell. A propósito de esta moda actual de arrodillarse en un acto simbólico a otra cosa que no sea a Dios, recordé parte de los relatos de la Suiza del siglo XIII.
Guillermo Tell era un cazador, tenía un hijo y una esposa y sólo se debía a ellos, según él mismo decía y vivía con ellos en una casa en el bosque.
Suiza se parece un poco a los países andinos en que sus territorios son montañosos (los Alpes) y los pueblos y bosques de la historia bajaban y rodeaban a un gran lago, cuyo nombre no recuerdo ahora.
Un día como cualquier otro salió a cazar con un amigo suyo, cazador también, y fueron en persecución de un venado o animal parecido.
No sabían que cerca merodeaba la partida de caza del gobernador Glesser, quien había puesto los ojos en el mismo animal y le acompañaban varios de sus soldados.
Las vueltas por el bosque separaron a Tell y su amigo, su amigo vio cerca al venado y con su ballesta le disparó, dándole muerte.
Llegó entonces primero hasta la presa Glesser con sus soldados, preguntó quién había cazado al animal y cuando el cazador se acercó sonreído para ser reconocido, Glesser ordenó apresarlo, por entrometerse en la cacería del gobernador.
En la Suiza de ese entonces, no sólo el gobernador Glesser actuaba como un tirano, sino también muchos otros, mientras la aristocracia original había perdido poder y permanecía escondida para no ser castigada.
Realmente, no quiero entrar mucho en los detalles del contexto histórico y político, sino en el espíritu de la leyenda como fue contada, la que relato ahora de memoria.
Guillermo Tell supo que su amigo fue apresado y no pudo hacer nada, excepto intentar argumentar un poco a su favor, lo que fue en vano.
Los soldados se llevaron a su amigo y a la presa y el Glesser decidió pasear solo y cerca de un risco desde donde miraba la caída de la montaña y se sentía dueño del mundo, se topó con Guillermo Tell.
Se asustó del cazador, reconocido por su gran habilidad y porque si este deseaba atacarle, sería objetivo fácil. Intercambiaron algunas palabras, no las recuerdo la verdad, el gobernador estornudó y su casco cayó al suelo.
Guillermo Tell comentó con un dejo de ironía sobre cómo el casco no encajaba en la cabeza del gobernador y se fue, mientras Glesser se sintió molesto y ridiculizado, deseoso de haber tenido a los soldados a su lado.
Este dichoso casco del gobernador, un poco más elegante que el de los soldados, no lo sabían entonces Guillermo Tell ni Glesser, sería la causa del encumbramiento y fin de la tiranía.
Pasaron muchas cosas. Muchos gobernadores y soldados abusaron de los campesinos suizos. Algunos se rebelaron, dieron muerte a los abusadores y se vieron obligados a huir. Los rebeldes comenzaron a reunirse y a convocar a otros hombres inconformes.
Cuando invitaron a Guillermo Tell, a quien todos tenían mucho respeto, les dijo que él se debía solamente a su hijo y a su esposa.
Mientras tanto, los gobernadores y soldados continuaban arrestando a cualquier hombre por motivos básicos, como no tener con qué pagar los impuestos, o arbitrarios y no había prisiones donde guardarlos.
El cazador amigo de Guillermo Tell fue liberado a condición de andar solamente “en cuatro patas” como los animales, sin ponerse de pie y andando como cuadrúpedo y muy asustado lo encontró Tell.
Guillermo Tell le dijo que se levante, no había nadie por ese lugar y su amigo no quiso, por temor a los soldados y a la locura creciente de Glesser.
Y es que, en el pueblo, el gobernador Glesser había expedido un decreto muy raro y humillante. Había hecho colocar su casco, el mismo de al principio de esta historia, sobre un palo, este palo había sido colocado en el centro del pueblo y la gente debía arrodillarse frente a éste al pasar.
El mensajero que había leído ese decreto, válido a partir de su lectura, pidió a los presentes arrodillarse en ese momento y los soldados se alistaron para arrestar a los desobedientes.
Un albañil que trabajaba desde un lugar alto, por evitar la humillación del pueblo, se lanzó desde ahí arriba al piso, se lastimó bastante y la corrió a asistirle y se arrodilló.
Al mensajero del gobernador le pareció bien, aunque extraño y de ahí en adelante esa zona del pueblo dejó de ser transitada o quienes pasaban por ahí lo hacían con un sacerdote y se arrodillaban frente a la cruz.
Llegó entonces Guillermo Tell con su hijo, ignoraba toda esta locura, pasó frente al casco sobre el palo, trataron de avisarle, pero ya era tarde. Los soldados le rodearon y le preguntaron que por qué no se arrodilló.
− ¿Arrodillarme ante qué? − Habría preguntado.
− Ante el casco del gobernador Glesser.
− ¿Esto? Pensé que era un espantapájaros.
− ¿Llamas espantapájaros al gobernador?
Para subir la temperatura de la olla de agua hirviendo a punto de destaparse, justo en ese momento llegó el gobernador Glesser, vio a Guillermo Tell y averiguó sobre lo ocurrido.
Guillermo Tell persistió en desobedecer la norma, no había prisión donde encerrarlo y Glesser, a sabiendas de la fama de Tell como distinguido cazador con gran puntería, decidió un nuevo castigo.
Guillermo Tell debía ser humillado a como de lugar.
Los soldados tomaron al hijo de Tell, lo amarraron a un árbol, pusieron una manzana sobre su cabeza. Tell debía acertar con una flecha a la manzana a una distancia de 100 pasos.
Si erraba, los soldados matarían al niño.
Con el corazón en un puño y el sudor en las mejillas, Guillermo Tell colocó una flecha sobre su camisa, otra sobre la ballesta, pidió ayuda a Dios y apuntó a la manzana.
El silencio absoluto reinó en el lugar, sólo tuvieron voz los pájaros, el viento y una que otra ola contra las piedras del lago. El niño estaba tranquilo porque creía más que nadie en la leyenda de su papá.
La flecha atravesó el aire y partió la manzana en dos. Todo el pueblo saltó en gritos de alegría por el triunfo y Guillermo Tell corrió a soltar a su hijo y lloró en sus brazos.
El gobernador Glesser, muy molesto, aceptó perdonar la vida de los dos y le preguntó a Tell sobre la flecha sobre su camisa. “No te voy a mentir, Glesser”, le respondió Tell, “si algo le pasaba a mi hijo, esta flecha iría directo a tu corazón”.
Glesser ordenó apresarlo, mas ya era tarde. El pueblo entero estaba indignado y no solo allí sino en todos los pueblos de Suiza. Por una multitud de razones la gente ya no respetaba a los gobernantes y comenzó la batalla contra la tiranía…
Pero esa ya es otra historia para otra ocasión. Quiero anotar que reconstruí este relato al paso y si me equivoqué en algún detalle, no es con intención.
Mi mensaje con esto es: de rodillas sólo frente a Dios. Él dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman (Romanos 8:28). Todo lo demás es vano y pasará.
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